«Arquitectura viva», reflexionó Langdon, maravillado ante la capacidad de Gaudí de impregnar su obra de una cualidad casi biológica.
La Casa Milà tiene forma de signo infinito: una curva interminable que se repliega
sobre sí misma y delimita dos abismos ondulantes que penetran en la construcción.Son dos patios de luces de unos treinta metros de profundidad, recurvados como una tubería parcialmente aplastada, que desde el aire parecen dos enormes lagunas en la cubierta del edificio. |
A sus pies, el suelo de baldosas era inclinado e irregular
Una escalera helicoidal subía en espiral por el interior del pozo, con una barandilla de hierro forjado que imitaba con su enrejado las cámaras desiguales de una esponja marina.
Una pequeña jungla de hiedras retorcidas y gráciles palmas desbordaba los pasamanos, como si estuviera a punto de invadir todo el espacio
Su mirada siguió subiendo por las paredes de la «garganta» y escalando los sinuosos muros, donde un rompecabezas de baldosas verdes y marrones se mezclaba con frescos de plantas y flores, que parecían crecer hacia la mancha alargada del cielo nocturno en lo alto del pozo
La afamada pintura era una de las obras más emblemáticas del pintor postimpresionista francés Paul Gauguin, gran innovador y cabeza de fila del movimiento simbolista de finales del siglo XIX, que preparó el terreno para el arte moderno.
A la derecha, un recién nacido dormido sobre una roca representaba el comienzo de la vida. «¿De dónde venimos?»
En el centro, una diversidad de personas de diferentes edades atendía las actividades cotidianas de la vida. «¿Qué somos?»
A la izquierda, una anciana solitaria aparecía sumida en sus pensamientos, como si reflexionara sobre su propia mortalidad. «¿Adónde vamos?»
Contempló los otros elementos del cuadro: perros, gatos y pájaros que no parecían hacer nada en particular, la imagen de un ídolo primitivo al fondo, una montaña, raíces retorcidas y árboles. Y, por supuesto, la famosa ave: el «extraño pájaro blanco» de Gauguin, situado junto a la anciana, que según el artista representaba «la futilidad de las palabras».
El ático de la Casa Milà no era precisamente el lugar más acogedor que pudiera imaginar. Construido de piedra y ladrillo, consistía sobre todo en una sucesión de doscientos setenta arcos parabólicos de diversas alturas, dispuestos a intervalos aproximados de un metro. Había pocas ventanas y el aire era seco y aséptico, sometido sin duda a un escrupuloso tratamiento para proteger las piezas del arquitecto.
Langdon echó a andar en sentido opuesto por el estrecho corredor, un impresionante túnel de arcos de ladrillo que lo hacía sentirse en una gruta subterránea o en una catacumba medieval
«Una maqueta con curvas catenarias», pensó, maravillado como siempre ante los ingeniosos proyectos de Gaudí
En la maqueta que Langdon tenía delante, docenas de cadenas colgaban blandamente de lo alto de la vitrina, trazando largas líneas que descendían en picado para luego ascender y generar curvas suspendidas en forma de «U». Como la catenaria es la curva óptima para minimizar las tensiones, Gaudí podía estudiar la forma exacta que asumía una cadena suspendida por su propio peso y reproducir esa misma figura para resolver los problemas arquitectónicos planteados por la compresión. «Pero para eso hace falta un espejo mágico», reflexionó Langdon, mientras se acercaba a la vitrina. Tal y como esperaba, la base de la caja era un espejo, y al contemplar las imágenes reflejadas, el efecto mágico se hacía realidad: la maqueta se invertía y las curvas colgantes se transformaban en torres. En la imagen que reflejaba el espejo, reconoció enseguida una vista aérea de la imponente basílica de la Sagrada Família, cuyas torres de gráciles curvas posiblemente habían sido diseñadas utilizando esa misma maqueta.